Al igual que en los dos últimos domingos, también hoy el Evangelio nos pone en la escuela de Cristo para aprender de Él otro aspecto fundamental en la vida de sus discípulos: la acción de orar o simplemente el rezar. Utilizo intencionadamente el verbo y no el sustantivo (la oración), porque la enseñanza de Jesús sobre este tema en el pasaje del Evangelio de hoy parece querer, no solo aclarar el concepto en la mente de los discípulos, sino más bien, ayudarles a formar en sí mismos el hábito de orar, como lo practicaba su maestro. No es casualidad que San Lucas, el único de los evangelistas, haga hincapié en que todo comienza en un contexto temporal determinado: «Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar”». La ocasión era, pues, propicia para que el Maestro de Nazaret impartiera a sus discípulos, con el ejemplo y con las palabras, los tres puntos esenciales a seguir en su oración.
1. “Padre, venga tu reino”: la prioridad de rezar por la llegada del Reino de Dios.
En primer lugar, Jesús enseña a sus discípulos a rezar a Dios con un breve texto, que más tarde se llamó en la tradición cristiana el padrenuestro.. A diferencia de la versión del Evangelio de Mateo, utilizada en la liturgia de la Iglesia, la de Lucas es más breve y sólo contiene cinco invocaciones (en lugar de siete como en Mateo): dos se refieren a la realidad divina y tres a la humana. Cada frase de este precioso y único texto de oración, que Jesús enseñó a sus discípulos, encierra una inmensa riqueza que hay que descubrir y profundizar (para lo cual os invito a leer la parte dedicada al Padre Nuestro en el Catecismo de la Iglesia Católica [nº 2803 y ss.) Hoy recordaremos sólo un aspecto, el más importante, relativo al carácter “misionero”.
En efecto, en ambas versiones, después de dirigirse a Dios con el apelativo de “Padre”, que sitúa al orante en una relación filial especial con Dios, la oración comienza con dos peticiones paralelas: la de la santificación de su nombre y la de la llegada de su reino. En cierto modo son complementarias, porque donde Dios reina, su “nombre”, es decir, Él mismo, es “santificado” y “glorificado”, es decir, reconocido como santo y adorado como tal (cf. Catecismo de la Iglesia Católica nº 2807). Se vislumbra, en estas invocaciones iniciales, el gran deseo por la causa de Dios que Jesús llevaba constantemente en su corazón y que ahora quiere transmitir a sus discípulos. Él mismo proclamó desde el principio de sus actividades públicas que “está cerca el reino de Dios” o mejor aún, “se ha acercado” de forma dinámica.
Debe quedar claro que la llegada del reino de Dios no significa el establecimiento de un territorio con fronteras visibles bajo un determinado control. Más bien, tal venida implica la realidad/acción de que Dios reina sobre su pueblo y, en general, en el corazón de los hombres y mujeres, precisamente de acuerdo con la tradición del Antiguo Testamento (que utiliza la expresión verbal “Dios reina” con mucha más frecuencia que la de “reino de Dios”). Los mismos textos del Antiguo Testamento expresan también la expectativa del día en que Dios vendrá a reinar sobre todo y todos. De este modo, la invocación de la venida del reino de Dios pide en realidad que Dios realice su plan de salvación en el mundo.
El padrenuestro es, pues, ante todo una oración “misionera”. Quienes la rezan comparten el mismo deseo de Dios, que es también el de Cristo, de que se cumpla la missio Dei, esa misión de Dios para la felicidad del hombre, que ha llegado a la plenitud de los tiempos con la venida de Jesús. Los que la rezan también desean para sí mismos y para toda la humanidad el dulce “yugo del reino”, que Dios reine en sus vidas, así como en las de todos los hombres y mujeres del mundo. Esta oración es por excelencia la primera acción de la misión.
2. Orar con insistencia y confianza filial.
En segundo lugar, Jesús enseña a orar a Dios con insistencia (“invasivamente”) y con confianza filial. Lo hace a través de una breve parábola, que refleja varios aspectos de la cultura de su pueblo: la llegada del amigo sin previo aviso “a medianoche” de un viaje (obviamente no había teléfono móvil en aquella época), el dormir en la cama con los niños o cerca de ellos (según la estructura de la casa en aquel momento), de ahí el miedo a despertarlos al levantarse, y sobre todo el extraño hecho de que al dueño de la casa no se le ocurriera la posibilidad de llamar a la “policía”.
En cualquier caso, como se desprende del contexto literario, la actitud de insistencia en la oración parece recomendarse no tanto por cada necesidad del orante (a veces sólo según sus deseos humanos), sino precisamente ante la petición de cosas esenciales que Jesús había enseñado en el Padrenuestro, en particular esa invocación por el reino. Esta perspectiva también se aplica a la declaración de Jesús más adelante (que ha sido repetidamente malinterpretada): «pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre» (Lc 11,9-10). ¿Qué pedir, a quién buscar y a quién llamar? A este respecto, conviene recordar la propia recomendación de Jesús: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura» (Mt 6,33).
3. “El orar” todo orientado al don del Espíritu Santo.
Por último, Jesús concluye su “catequesis” sobre la oración señalando al Espíritu Santo como el bien supremo que hay que pedir y recibir de Dios: «Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?» (Lc 11,13). Esto ya se vislumbra en el paralelismo entre “cosas buenas” que un padre terrenal sabe dar a sus hijos y “el Espíritu Santo” que el Padre celestial dará a quienes lo pidan. El pensamiento se vuelve aún más claro si se compara esta versión de lo dicho por Jesús con la del evangelio de Mateo, que lo hace más lineal, más lógico: «Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden!» (Mt 7,11).
De este modo, la enseñanza de Jesús en la versión lucana es aún más rica, porque dirige todo hacia el mayor don que Dios concede al hombre: el Espíritu Santo que purifica, santifica y guía al hombre hacia la vida con Dios y en Dios. Donde el Espíritu está presente, allí reina Dios; allí está presente el reino de Dios. Por lo tanto, rezar a Dios por el don del Espíritu Santo equivale en realidad a rezar por la llegada del reino de Dios a nosotros mismos. También es el Espíritu quien nos ayudará a entrar cada vez más en la relación filial con Dios que ahora llamamos “¡Abba, Padre!” (cf. Rm 8,15-16), tal y como nos enseñó Jesús.
Pidamos, pues, que este don supremo de Dios que es el Espíritu Santo nos sea donado siempre y también hoy, con la certeza de que Dios, nuestro Padre del cielo, nos lo dará. Y “guiados por el Espíritu de Jesús” elevemos cada día al Padre las invocaciones esenciales del Padrenuestro con insistencia y confianza filial, suplicando con especial fuerza que el reino de Dios venga entre nosotros. Amén.